martes, 27 de abril de 2010
jueves, 15 de abril de 2010
martes, 6 de abril de 2010
A los diez años, el día de mi primera comunión, decidí salir a la caza de mi ángel de la guarda.
La primera estrategia que utilicé fue la del acercamiento y la empatía.
La abuela Mamina me contó que si rezaba fervorosamente la oración dedicada a él, aparecería a mi diestra, sonriente. Así que me puse en ello. Sustraje las tijeras de costura de mi madre y cada noche rezaba su oración tres veces: “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes sólo que me perdería”. Mientras lo hacia empuñaba las tijeras a la espera de su aparición y cuando lo viese, zas! Le cortaría las alas en un santiamén y ya no podría irse. Pero nada, durante tres meses recé con pía devoción y no le ví ni una puta pluma.
La segunda estrategia que adopté fue la de ir a su guarida disfrazado de oveja.
La Mamina se emocionó al verme rezar tanto y habló con el párroco del pueblo para que me tomase como monaguillo y así cimentar desde la casa del Señor mi creciente fe.
Por supuesto acepté sin chistar ya que en clase de catequesis me habían enseñado que una iglesia era la casa Dios y en su casa vivían todas sus amadas creaciones en dulce armonía. O sea que mi ángel de la guarda tendría que estar ahí en algún lugar.
Durante un año entero intenté darle caza con un arsenal tan variado e ingenioso que hasta el mismísimo Belcebú habría quedado cautivo en alguna de mis trampas. Utilicé toda la tecnología bélica de la época, trampas para ratones, papel encolado de esos que se utilizaban para atrapar moscas, alpiste envenenado y hasta una trampa para osos, reliquia de la familia. La operación fue un fracaso total y eso que no falté ni a una sola misa, ni matrimonio, bautizo, velorio, domingo de ramos, sábado de gloria, cuaresma, misa de gallo y confirmación.
Pero no me di por vencido, así que la siguiente estrategia fue estudiar a mi adversario para descubrir sus puntos débiles.
Solicité la ayuda del padre Simeón, quién estaba la mar de contento porque gracias a mi iluminada presencia e ingenio había acabado con la incómoda plaga de ratones, moscas, mosquitos y uno que otro cuervo de mal agüero.
Gracias a él tuve acceso a las sagradas escrituras y durante los siguientes tres años estudié palabra por palabra cada escrito y pergamino referente a los ángeles que cayó en mis manos. Para ello hasta aprendí latín. No descansé hasta descubrir una forma más sutil e inteligente de atrapar a mi ángel de la guarda. Hasta que di con ella. Tenía que descarriarme y arriesgar mi vida, sólo así él aparecería para salvarme y quedaría a mi merced.
Para horror de mi abuela y de toda la feligresía me descarrié muy rápidamente. Me fui de putas, fumé tabaco y marihuana, me bebí desde el vino de la misa, hasta las botellas de alcohol del botiquín de casa. Fui rojo, punki, metalero, progre, independentista y fascista. Encabecé marchas, estuve en la cárcel, participé en teatro callejero y okupé casas. Leí a Hesse, Kerouac, Hola e Interviú. Así desde los quince hasta los veinte años. Hasta que un día completamente colocado me tiré de un puente intentando matarme. Pero ni así le vi ni un solo de sus adorables bucles de oro. Sólo conseguí romperme las dos piernas y cuatro costillas.
En mi convalecencia elaboré una nueva estrategia de caza: La del hijo pródigo.
Ya recuperado pedí perdón a la Mamina y al padre Simeón, quién movió sus influencias para me aceptaran en el seminario y así poder ofrecer mi vida al Señor.
Los siguientes cuarenta años los dediqué con ahínco a ser el más puro, abnegado, trabajador y justo de los siervos de nuestro amado padre. Con rapidez empecé a ascender en el organigrama eclesiástico para asombro de algunos y envidia de muchos. Tenía claro que mientras más alto llegase más cerca estaría del cielo y más cerca de mi presa. En suma ya que mi ángel de la guarda no bajaba yo subía a por él.
En secreto también frecuenté todo tipo de sectas paganas y diabólicas, me inicié en el ocultismo, trabé amistad con médiums, salí de copas con charlatanes, me acosté con adivinadoras y bebí pócimas y brebajes alucinógenos. Nunca llegué a ver ni a Dios ni a sus ángeles.
Al demonio sí me lo encontré más de una vez.
Pero no desistí. En un viaje al Cáucaso adquirí una daga sagrada que había sido utilizada para matar dragones y según la leyenda esta arma era letal tanto en el cielo como en el infierno. Me propuse ver hasta que punto era cierta esta leyenda popular. Durante un año hice voto de silencio con la esperanza de escuchar el aletear de mi ángel de la guarda y así poder lanzarle mi daga asesina. Una vez más fallé en el intento.
A pesar de que mis continuos fracasos no he perdido la fe. Ahora me encuentro en el Vaticano y pronto contaré con la mejor de las oportunidades de dar caza a mi ángel de la guarda. Dios y el Diablo saben todo los sacrificios que he realizado para alcanzar mi ansiada meta. Humildemente creo que me lo merezco, aunque sé mejor que nadie que he pecado mucho y muy seguido, aunque eso lo dejo para el juicio final.
Las campanas han empezado a repicar, en pocos minutos seré investido como Sumo Pontífice de la Santa Iglesia.
Soy el nuevo Papa. La cacería, una vez más, ha comenzado.
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